Fue Julián quien
habló primero. Me dijo que el mundo hipercompetitivo de la abogacía se había
cobrado su precio, no sólo física y emocionalmente, sino también en lo
espiritual. El ritmo trepidante y las incesantes exigencias del trabajo le
habían agotado por completo. Admitió que igual que su cuerpo se venía abajo, su
mente había perdido brillo. El infarto no fue sino un síntoma de un problema
más hondo. La presión constante y el extenuante trabajo de un abogado de
primera categoría habían destruido asimismo su más importante –y quizá más
humana– cualidad: su
espíritu. Cuando su médico le planteó el ultimátum de renunciar a la abogacía o
renunciar a la vida, Julián creyó ver una oportunidad de oro de reavivar el
fuego interior que había conocido de joven, un fuego que había ido
extinguiéndose a medida que el derecho pasó de ser un placer a volverse un
negocio.
El pueblo no era ya
más que un puntito en aquel maravilloso lienzo de esplendor natural. La
majestuosidad de los picos nevados del Himalaya hizo que su corazón latiera más
deprisa, dejándole temporalmente sin aliento. Julián se sintió uno con el
entorno, esa clase de relación que dos viejos amigos pueden disfrutar después
de muchos años de escuchar los mutuos pensamientos y de reírse los chistes. El
aire puro de la montaña despejó su mente y dio vigor a su espíritu. Después de
haber dado la vuelta al mundo en varias ocasiones, Julián creía haberlo visto
todo. Pero jamás
había contemplado tanta belleza. Aquel momento mágico fue como un exquisito tributo
a la sinfonía de la naturaleza. Se sintió a la vez alborozado, jubiloso y
despreocupado. Y fue allí, con la humanidad a sus pies, cuando Julián se
aventuró a salir de la cómoda envoltura de lo ordinario para iniciar su
exploración del reino de lo extraordinario.
Julián oyó voces en
la distancia, voces suaves y agradables al oído. Se limitó a seguir al sabio
sin decir nada. Tras quince minutos de caminata llegaron a un claro. Lo que vio
entonces fue algo que ni siquiera el mundano y difícilmente impresionable
Julián Mantle podía haber imaginado: una aldea hecha exclusivamente de lo que
parecían rosas. En mitad del poblado había un pequeño templo, como los que
Julián había visto en sus viajes a Tailandia y Nepal, pero éste estaba hecho de
flores rojas, blancas y rosas unidas mediante largas tiras de cordel multicolor
y ramitas. Las pequeñas chozas que punteaban el espacio circundante parecían
las austeras casas de los sabios. También estaba hechas de rosas. Julián se
quedó sin habla.
Los hombres, que parecían sólo una
decena, llevaban la misma túnica roja que el yogui Raman, y sonrieron
serenamente a Julián cuando hicieron su entrada en la aldea. Todos se veían
apacibles, sanos y satisfechos.
Fue como si las tensiones que tantas
víctimas se cobran en nuestro mundo no tuviesen acceso a aquella cumbre de
serenidad.
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